miércoles, abril 20, 2005

La nueva cosecha en las viñas del Señor

En tiempo casi record -en el segundo día de deliberaciones-, los 115 cardenales del cónclave, reunidos en la Capilla Sextina, escogieron a un nuevo Sumo Pontífice (el número 265 en los dos mil años de la Iglesia Católica). Miles de fieles reunidos en la Plaza de San Pedro vieron como el humo de la fumata blanca anunciaba al sucesor de Juan Pablo II. Al principio hubo confusión, ya que algunos dudaron tanto del color de la fumata como de las primeras campanadas, las que marcaron las seis de la tarde. Sin embargo, esto se aclaró a los pocos minutos cuando los más de 30 mil fieles, que miraban atentos hacia el balcón de la Basílica de San Pedro, estallaron en aplausos cuando las campanas del vaticano ratificaban la elección.
Sin embargo, la sorpresa fue mayor cuando el cardenal chileno Jorge Medina Estévez, después de haber proclamado la célebre frase “Habemus Papam” presentó, en cinco idiomas, como nuevo “pastor de la iglesia” al cardenal alemán Joseph Ratzinger, quien escogió el nombre de Benedicto XVI para su pontificado. El otrora colaborador, de 78 años, del Segundo Concilio Vaticano produjo varias críticas de parte de los sectores más liberales, e inclusive; originó divisiones al interior del pueblo germano. El semanario Der Spiegel mostró resultados de una encuesta, en donde el nombramiento de Ratzinger fue rechazado por un 39% de la sociedad alemana. Representantes del sector liberal criticaron el fuerte dogmatismo que predicó antes del nombramiento y temen que algo semejante pueda llegar a suceder durante su mandato.
La reacción fue similar en la prensa estadounidense. El matutino Washington Post miró con recelo las futuras acciones de Benedicto XVI, ya que esperan que el nuevo papa “ponga en práctica una política de tolerancia cero contra el abuso de niños por parte de sacerdotes”. Otro punto que despierta incertidumbre y que representa gran parte de la opinión pública del sector liberal, según el Post, es “que este nuevo papado debe evaluar los posibles beneficios de las nuevas tecnologías médicas y no rechazarlas a priori”. No obstante, el director del seminario de Traunstein -lugar donde estudió Ratzinger-, Thomas Fravenlob dijo que “le dolía la descripción del nuevo Papa como alguien intransigente, lo cual no era un reflejo veraz de su personalidad”.
Tampoco causó indiferencia la participación de Ratzinger en la Segunda Guerra Mundial. A los 14 años fue enrolado contra su voluntad en las Juventudes Hitlerianas, donde participó como auxiliar en una batería antiaérea. Sin embargo, en 1945 desertó del ejército. Finalmente, en 1951 consigue ser ordenado sacerdote. Su paso por el ejército de Hitler inquietó a algunos fieles de la Iglesia Católica. A pesar de ello, lo que más molestó a diarios como el New York Times es que creen que “no hay ninguna razón para esperar ningún cambio de la iglesia, en lo que se refiere al control de la natalidad, el celibato de los clérigos o la homosexualidad”. Según los medios de comunicación más liberales, esta afirmación puede encontrar algún asidero sobre todo si se toman en cuenta las últimas declaraciones de Ratzinger, antes de ser nombrado Sumo Pontífice, donde criticó con fuerza “el relativismo que tienen las mayorías de las religiones”.
No obstante, Latinoamérica recibió con entusiasmo el nuevo nombramiento. El presidente panameño Martín Torrijos aseguró que el nuevo pontífice “dará continuidad a la gran obra apostólica de Juan Pablo II”. Por su parte, el mandatario chileno Ricardo Lagos indicó que la elección de Ratzinger “reflejó una tremenda convergencia de visiones y de unidad en la Iglesia Católica”. También hubo algunos contrarios como Leonardo Boff, ex sacerdote y teólogo brasileño, quien enfatizó que “será difícil amar” al nuevo Papa. Boff señaló que a Ratzinger le falta pensar más en la humanidad y no tanto en la Iglesia, debido a su rechazo a las teorías de la Teología de la Liberación.
Otras opiniones dentro de la Iglesia Católica en Latinoamérica fueron positivas. Baltasar Porras, obispo presidente de la Conferencia Episcopal venezolana, señaló que los fieles católicos “no debían temer grandes cambios en las directrices de la Iglesia Católica, ya que Benedicto XVI marcará continuidad con la gestión de Juan Pablo II”. El recién nombrado Santo Padre, después de oficiar su primera misa como “pastor de la Iglesia” a los cardenales reunidos en la Capilla Sextina, dijo que quería continuar “un diálogo abierto y sincero” con las otras religiones. También afirmó que iba a continuar la implementación de las reformas del Concilio Vaticano II. Además aseguró que iba a ser un sucesor de la labor de Juan Pablo II, lo que incluye su negativa ante “excesos” como la idea de abolir el celibato sacerdotal y la ordenación de las mujeres.
Una de las actividades más importantes que deberá enfrentar en nuevo Papa es el encuentro mundial de la juventud en Colonia (Alemania) en el próximo mes de agosto. En este lugar se espera la asistencia de más de 800.000 jóvenes católicas, quienes viajaran de distintas partes del mundo para ver por primera vez al nuevo pontífice. En esta oportunidad, según analistas internacionales, políticos, opositores y católicos fieles hacia el nuevo Papa, se despejarán varias dudas sobre la nueva dirección que tomará la Iglesia Católica.

miércoles, abril 13, 2005

El día en que se me escapó de las manos

Aquel extraño encantamiento melancólico duró hasta el domingo por la noche. El lunes todo cambió. Antes de aquel día, Gabriel nunca necesitó de nadie. Él consideraba su cuerpo como una especie de templo incólume, el que no se atrevía a cavilar en los placeres de la carne. Aventurarse en la efervescencia del sexo era un pecado. Durante varios años, a lo largo de más de dos décadas, su única compañía era él mismo. Desde pequeño supo cómo controlar sus instintos más primitivos, los que trataba de dominar a medida que crecía. Para Gabriel, los impulsos eran el enemigo y perder el control representaba la peor de las debilidades. Esto lo alejó de la mundanal rutina del mundo. Se sentía distinto y distante tanto de sus familiares como de sus amigos. A veces, en las tardes cálidas de la adolescencia, miró con curiosidad a las mujeres que se atravesaban por su camino. Sin embargo, trataba de evitarlas. Podía conversar y reír con ellas. Incluso, les susurraba cosas divertidas al oído, más no podía amarlas. Amar con locura era casi la perdición porque perderse en suaves besos y bellas fragancias le atormentaba.
Pero aquel dolor mental y físico se fue haciendo más palpable y continuo. Hubo días en que deseaba tomar a cualquier mujer que se le cruzara por delante. Abrazarlas, ocultarse en sus cabellos y entrelazar sus manos eran tentaciones diarias, las que se dibujaban como torbellinos en sus pensamientos. Para Gabriel toda su vida se resumía en una especie de autoexilio, donde la voluntad y el control eran difíciles de mantener. Quizá todo se debía al miedo. A un profundo y constante desasosiego, el que coartaba cualquier atisbo de espontaneidad. Gabriel temía extraviarse en un cuerpo ajeno, pero desconfiaba más en dejarse engullir por una mente ajena. Esto lo obligó a ocultarse, a disfrazar su alma y, en definitiva, a cargar con un alma deseosa por gritar, la que era continuamente silenciada. Había días en que la soledad que lo acompañaba podía llegar a ser tan suave, helada y tierna como la hoja de un cuchillo sobre la espalda. Él pensaba que eso se debía a la costumbre; señora porfiada que se anidaba solapadamente detrás de sus ojos, para nuevamente dejarlo mudo en la indiferencia.
No todo siempre fue así. En más de alguna oportunidad, Gabriel se dejó llevar y encantar por labios carnosos y cuellos perfumados. Trató de convivir, de compartir, de amar y de sentir. En ciertos días se sentía más osado. Le gustó beber del néctar que ofrecían las mujeres que alguna vez estuvieron en sus brazos. Hubo oportunidades en que se sintió muy cómodo, casi en un paraíso donde caminaba desnudo a través de caricias y abrazos. Pero tarde o temprano un sentimiento de incomodidad volvía a fraguarse. Era la costumbre que traía consigo a la soledad. También eran la independencia y la autenticidad, propia y genuina, que preguntaban por Gabriel. Sentía que no podía abandonarlas. Además, las dueñas de aquellas manos, piernas y labios terminaban por ahogarlo. Sufría porque las amaba y a la vez, las despreciaba o eso pretendía. Si hay algo que molestaba a Gabriel era la pérdida de su espacio. No le gustaba la dependencia y menos anularse en la voluntad de sus escasas conquistas. Inventó excusas para alejarse de ellas. También buscó distracciones que calmaran su nerviosismo. Se hacía la idea de que nada había pasado, ya que trataba de imaginar que fue un sueño o una trampa imaginaria que le arrojaba malintencionadamente su inteligencia.
Para Gabriel, la cercanía con un cuerpo ajeno era al mismo tiempo el éxtasis y la perdición. Era un paso muy grande. Más significativo que el que dio el primer ser humano en la luna. En más de alguna oportunidad intento descubrir y aventurarse en los abismos carnales de sus parejas, pero eso era demasiado arriesgado. Lo veía como una señal de compromiso irrevocable o una mancha que destruía lo que más atesoraba su alma. Cuando estuvo más cerca de lo que tanto temía, a Gabriel le temblaron las manos. Rápidamente huyó despavorido, en silencio y con vergüenza. Lo que más le aterró fue que ninguna pudo entenderlo y menos cobijarlo en su desventura. A pesar de dichas malogradas hazañas, a él no le molesto. Prefirió restarle importancia porque la soledad y la virginidad estaban ahí para protegerlo.
Pasaron los años y la indiferencia hacia el tema se fue haciendo una cosa habitual, pero había días, quizá en los más lluviosos o en los más cálidos, donde el deseo atacaba con fuerza. Gabriel caminaba melancólico por las calles, observaba a las parejas, sobre todo a las mujeres, y nuevamente sentía esa melancolía del hombre solitario y angustiado. Sin embargo, sus días estaban contados. El cuchillo amargo que le rozaba la espalda comenzó a magullarlo y a herirlo hasta que en un día de abril enfrentó lo que tanto temía.
Llevado por el deseo y el frenesí de un hombre que no conoce otra forma de satisfacción que su propia mano fiel y cariñosa, Gabriel, en una tarde de invierno, interiorizó con una mujer a la que había visto como una simple amiga durante años. A lo largo del tedio y las oraciones, a veces sin sentido, de un libro plagado de teorías y fotografías de personajes extintos, la mano dócil de su, hasta en ese momento entrañable compañera, tocó su virilidad como nunca antes una mujer la había acariciado. Gabriel dentro de un estado de profunda confusión y sopor, no fue capaz de reaccionar. Sin darse cuenta, su boca se juntó con la de su amiga. Rápidamente ambos cuerpos se contornearon sobre un frío piso de madera, pero la sensación era tan cálida y embriagadora que le restaron importancia a ello. Luego de haber experimentado la alegría de un cuerpo ajeno, se produjo un implacable silencio. Horas más tarde, Gabriel lloraba desconsoladamente afirmado en un poste eléctrico tristemente alumbrado. A pesar del deleite y de la exuberancia sexual de su extraña amada, aunque todavía estaba demasiado estupefacto para pensar eso, sintió que se había traicionado a sí mismo. Todo era nuevo, descontrolado y confuso. Ya no era el mismo. Creyó que había nacido de nuevo, pero antes tuvo que experimentar una muerte descompuesta y agria. Ningún sabor se le comparaba. Gabriel deseaba matarse. Se sentía más extraño que antes porque se desconocía. Vio que perdió el control y eso le produjo pavor hasta en el último de sus cabellos.
Camino a su casa, Gabriel caminaba aturdido, apaleado por un amor desconocido y febril. Algunos diría que era un hombre nuevo, pero él se sentía más viejo y abandonado que de costumbre. La soledad se le fue de las manos. La había perdido y no paraba de culparla, una y otra vez, de haberlo abandonado y dejado a merced de sentimientos nuevos que nunca había imaginado, o creído, poder sentir.

miércoles, abril 06, 2005

La Verdad Debajo de mi Sotana

Al final me cansé de peregrinar por todo el mundo. Tantas caras de feligreses, de líderes mundiales, en fin, de los grandes personajes del siglo XX vieron mis fatigados ojos. Debo confesar que a veces me aburría de estrechar sus manos y saludar hacia la cámara. Algunos me creyeron una especie de estrella de cine o algún cantante de rock, mientras que los diarios no paraban de escribir sobre mí. Yo le resté importancia a esas cosas. La verdad era que en mis primeros años de pontificado, recuerdo, tuve mucho miedo. Me creían un tipo infalible y confiado, pero el día en que anunciaron mi nombramiento, me temblaron las piernas debajo de la sotana. Lo único que hacía era sonreír hacia la gente. Yo pensaba que era un sueño en el que cargaba con una responsabilidad demasiado grande: la comunicación de la fe y de la esperanza a todos los habitantes del orbe.
Al principio firmaba documentos encerrado en mi despacho, mientras la curia romana y la mayoría de los miembros del Vaticano desconfiaban de mí. Los podía oír como cuchicheaban a mis espaldas. Me pelaban y más de alguno creía que me iba a desmoronar en mi puesto. ¿Qué podía hacer? La respuesta estaba en el rezo. Me calmaba comunicarme con el reino de los cielos, pero a veces me entraban dudas porque sentía que nadie me escuchaba.
Un día, en 1981 durante un recorrido por la Plaza San Pedro, un joven desenfundó su arma y me disparó varias veces. El mundo clamaba mi nombre cuando mi cuerpo se desengraba. Había muchas lágrimas y confusión en el mundo católico y no católico. Una multitud me acompaño en mi viaje hacia el hospital, a la vez que una serie de noticiarios presumían que había muerto. Todavía estaba vivo, un poco desorientado, pero mis pulmones volvían a llenarse de aire. En aquellas horas de incertidumbre, cuando el mundo quedó paralizado, algunos cardenales creyeron que me iban a enterrar al igual que Juan Pablo I. Por suerte, eso no sucedió. Durante mi recuperación, medité mucho sobre mi labor pastoral. Asumí que era un ser humano más en el mundo, pero con un privilegio particular: ser el sucesor de San pedro.
Cuando pude pisar nuevamente la Capilla Sixtina, me juzgué como un hombre más confiado y humilde. Demasiados dependían de mí. Tenía que salir de Roma y orar junto a todo el mundo, para así poder darles un mensaje de paz y de unión. Reconozco que no fue fácil. Pocos de mis antecesores se aventuraron hacia el extranjero. Bueno, yo iba a cambiar las normas. Empecé mi pontificado con fuerza. Infatigable recorrí todos los rincones. Me acerqué al pobre y le indiqué ciertas responsabilidades a los más afortunados. También traté de liberar al oprimido, aunque a veces, mucho no pude hacer. El amor de los demás me acompaño en mi trabajo, en mi oración y en el silencio. Aprendí tanto a callar como a profesar las palabras y freses oportunas a aquellos que la necesitaban. Fueron 26 años en los que me dediqué a maravillosas labores, donde pude ver los mejores aspectos del corazón del hombre. Tampoco olvidaré su maldad y sus actos de cobardía, los que más de alguna vez me enseñaron las peores vilezas inimaginables, pero agradezco todo. Tanto lo positivo como lo negativo porque pude entender más a mis hermanos. Mis queridos hermanos que ahora dejo con lágrimas en sus ojos.
Al final, tuve que partir. Me resistí bastante. No quería dejar a mi gente. No fue por vanidad, sino por el excesivo cariño que les tenía. Aunque mis manos temblaran, mi cuerpo se corrompiera o no pudiera hablar, seguí adelante, pero mi corazón, el que había amado con tanta fuerza, me decía al oído que era hora de emprender un nuevo recorrido. Entonces, en mis sueños y durante mi último aliento, me subí a un hermoso tren de plata. El maquinista era el arcángel Gabriel, quien me invitaba a viajar a un lugar muy bonito. Donde por fin podría ver a quien representé por tantos años aquí en la tierra. Ahora estoy tranquilo porque sé que muchos entendieron mi mensaje, pero a ellos les ordeno que no se queden sólo con mi recuerdo e imagen, sino que prediquen lo que les enseñé. No se queden en contemplaciones o pensamientos fugaces. Salgan a hacer cosas y si tienen dudas, no importa. Yo también las tuve y debo decir que varias vacilaciones se atravesaron por mi mente. Tangan clama. Alguien como yo esta en el cielo para guiarlos y susurrarles al oído palabras de cariño tanto en los momentos más oportunos como en los inoportunos. Pronto podrán visitarme. Pero, ¡ojo! No den la espalda a mi sucesor porque a esté también le temblaran las piernas como a mí me pasó en una noche de 1978. ¿Cuántos milagros se revelaran durante el próximo papado? Yo tengo fe que muchos.