miércoles, abril 13, 2005

El día en que se me escapó de las manos

Aquel extraño encantamiento melancólico duró hasta el domingo por la noche. El lunes todo cambió. Antes de aquel día, Gabriel nunca necesitó de nadie. Él consideraba su cuerpo como una especie de templo incólume, el que no se atrevía a cavilar en los placeres de la carne. Aventurarse en la efervescencia del sexo era un pecado. Durante varios años, a lo largo de más de dos décadas, su única compañía era él mismo. Desde pequeño supo cómo controlar sus instintos más primitivos, los que trataba de dominar a medida que crecía. Para Gabriel, los impulsos eran el enemigo y perder el control representaba la peor de las debilidades. Esto lo alejó de la mundanal rutina del mundo. Se sentía distinto y distante tanto de sus familiares como de sus amigos. A veces, en las tardes cálidas de la adolescencia, miró con curiosidad a las mujeres que se atravesaban por su camino. Sin embargo, trataba de evitarlas. Podía conversar y reír con ellas. Incluso, les susurraba cosas divertidas al oído, más no podía amarlas. Amar con locura era casi la perdición porque perderse en suaves besos y bellas fragancias le atormentaba.
Pero aquel dolor mental y físico se fue haciendo más palpable y continuo. Hubo días en que deseaba tomar a cualquier mujer que se le cruzara por delante. Abrazarlas, ocultarse en sus cabellos y entrelazar sus manos eran tentaciones diarias, las que se dibujaban como torbellinos en sus pensamientos. Para Gabriel toda su vida se resumía en una especie de autoexilio, donde la voluntad y el control eran difíciles de mantener. Quizá todo se debía al miedo. A un profundo y constante desasosiego, el que coartaba cualquier atisbo de espontaneidad. Gabriel temía extraviarse en un cuerpo ajeno, pero desconfiaba más en dejarse engullir por una mente ajena. Esto lo obligó a ocultarse, a disfrazar su alma y, en definitiva, a cargar con un alma deseosa por gritar, la que era continuamente silenciada. Había días en que la soledad que lo acompañaba podía llegar a ser tan suave, helada y tierna como la hoja de un cuchillo sobre la espalda. Él pensaba que eso se debía a la costumbre; señora porfiada que se anidaba solapadamente detrás de sus ojos, para nuevamente dejarlo mudo en la indiferencia.
No todo siempre fue así. En más de alguna oportunidad, Gabriel se dejó llevar y encantar por labios carnosos y cuellos perfumados. Trató de convivir, de compartir, de amar y de sentir. En ciertos días se sentía más osado. Le gustó beber del néctar que ofrecían las mujeres que alguna vez estuvieron en sus brazos. Hubo oportunidades en que se sintió muy cómodo, casi en un paraíso donde caminaba desnudo a través de caricias y abrazos. Pero tarde o temprano un sentimiento de incomodidad volvía a fraguarse. Era la costumbre que traía consigo a la soledad. También eran la independencia y la autenticidad, propia y genuina, que preguntaban por Gabriel. Sentía que no podía abandonarlas. Además, las dueñas de aquellas manos, piernas y labios terminaban por ahogarlo. Sufría porque las amaba y a la vez, las despreciaba o eso pretendía. Si hay algo que molestaba a Gabriel era la pérdida de su espacio. No le gustaba la dependencia y menos anularse en la voluntad de sus escasas conquistas. Inventó excusas para alejarse de ellas. También buscó distracciones que calmaran su nerviosismo. Se hacía la idea de que nada había pasado, ya que trataba de imaginar que fue un sueño o una trampa imaginaria que le arrojaba malintencionadamente su inteligencia.
Para Gabriel, la cercanía con un cuerpo ajeno era al mismo tiempo el éxtasis y la perdición. Era un paso muy grande. Más significativo que el que dio el primer ser humano en la luna. En más de alguna oportunidad intento descubrir y aventurarse en los abismos carnales de sus parejas, pero eso era demasiado arriesgado. Lo veía como una señal de compromiso irrevocable o una mancha que destruía lo que más atesoraba su alma. Cuando estuvo más cerca de lo que tanto temía, a Gabriel le temblaron las manos. Rápidamente huyó despavorido, en silencio y con vergüenza. Lo que más le aterró fue que ninguna pudo entenderlo y menos cobijarlo en su desventura. A pesar de dichas malogradas hazañas, a él no le molesto. Prefirió restarle importancia porque la soledad y la virginidad estaban ahí para protegerlo.
Pasaron los años y la indiferencia hacia el tema se fue haciendo una cosa habitual, pero había días, quizá en los más lluviosos o en los más cálidos, donde el deseo atacaba con fuerza. Gabriel caminaba melancólico por las calles, observaba a las parejas, sobre todo a las mujeres, y nuevamente sentía esa melancolía del hombre solitario y angustiado. Sin embargo, sus días estaban contados. El cuchillo amargo que le rozaba la espalda comenzó a magullarlo y a herirlo hasta que en un día de abril enfrentó lo que tanto temía.
Llevado por el deseo y el frenesí de un hombre que no conoce otra forma de satisfacción que su propia mano fiel y cariñosa, Gabriel, en una tarde de invierno, interiorizó con una mujer a la que había visto como una simple amiga durante años. A lo largo del tedio y las oraciones, a veces sin sentido, de un libro plagado de teorías y fotografías de personajes extintos, la mano dócil de su, hasta en ese momento entrañable compañera, tocó su virilidad como nunca antes una mujer la había acariciado. Gabriel dentro de un estado de profunda confusión y sopor, no fue capaz de reaccionar. Sin darse cuenta, su boca se juntó con la de su amiga. Rápidamente ambos cuerpos se contornearon sobre un frío piso de madera, pero la sensación era tan cálida y embriagadora que le restaron importancia a ello. Luego de haber experimentado la alegría de un cuerpo ajeno, se produjo un implacable silencio. Horas más tarde, Gabriel lloraba desconsoladamente afirmado en un poste eléctrico tristemente alumbrado. A pesar del deleite y de la exuberancia sexual de su extraña amada, aunque todavía estaba demasiado estupefacto para pensar eso, sintió que se había traicionado a sí mismo. Todo era nuevo, descontrolado y confuso. Ya no era el mismo. Creyó que había nacido de nuevo, pero antes tuvo que experimentar una muerte descompuesta y agria. Ningún sabor se le comparaba. Gabriel deseaba matarse. Se sentía más extraño que antes porque se desconocía. Vio que perdió el control y eso le produjo pavor hasta en el último de sus cabellos.
Camino a su casa, Gabriel caminaba aturdido, apaleado por un amor desconocido y febril. Algunos diría que era un hombre nuevo, pero él se sentía más viejo y abandonado que de costumbre. La soledad se le fue de las manos. La había perdido y no paraba de culparla, una y otra vez, de haberlo abandonado y dejado a merced de sentimientos nuevos que nunca había imaginado, o creído, poder sentir.