miércoles, abril 06, 2005

La Verdad Debajo de mi Sotana

Al final me cansé de peregrinar por todo el mundo. Tantas caras de feligreses, de líderes mundiales, en fin, de los grandes personajes del siglo XX vieron mis fatigados ojos. Debo confesar que a veces me aburría de estrechar sus manos y saludar hacia la cámara. Algunos me creyeron una especie de estrella de cine o algún cantante de rock, mientras que los diarios no paraban de escribir sobre mí. Yo le resté importancia a esas cosas. La verdad era que en mis primeros años de pontificado, recuerdo, tuve mucho miedo. Me creían un tipo infalible y confiado, pero el día en que anunciaron mi nombramiento, me temblaron las piernas debajo de la sotana. Lo único que hacía era sonreír hacia la gente. Yo pensaba que era un sueño en el que cargaba con una responsabilidad demasiado grande: la comunicación de la fe y de la esperanza a todos los habitantes del orbe.
Al principio firmaba documentos encerrado en mi despacho, mientras la curia romana y la mayoría de los miembros del Vaticano desconfiaban de mí. Los podía oír como cuchicheaban a mis espaldas. Me pelaban y más de alguno creía que me iba a desmoronar en mi puesto. ¿Qué podía hacer? La respuesta estaba en el rezo. Me calmaba comunicarme con el reino de los cielos, pero a veces me entraban dudas porque sentía que nadie me escuchaba.
Un día, en 1981 durante un recorrido por la Plaza San Pedro, un joven desenfundó su arma y me disparó varias veces. El mundo clamaba mi nombre cuando mi cuerpo se desengraba. Había muchas lágrimas y confusión en el mundo católico y no católico. Una multitud me acompaño en mi viaje hacia el hospital, a la vez que una serie de noticiarios presumían que había muerto. Todavía estaba vivo, un poco desorientado, pero mis pulmones volvían a llenarse de aire. En aquellas horas de incertidumbre, cuando el mundo quedó paralizado, algunos cardenales creyeron que me iban a enterrar al igual que Juan Pablo I. Por suerte, eso no sucedió. Durante mi recuperación, medité mucho sobre mi labor pastoral. Asumí que era un ser humano más en el mundo, pero con un privilegio particular: ser el sucesor de San pedro.
Cuando pude pisar nuevamente la Capilla Sixtina, me juzgué como un hombre más confiado y humilde. Demasiados dependían de mí. Tenía que salir de Roma y orar junto a todo el mundo, para así poder darles un mensaje de paz y de unión. Reconozco que no fue fácil. Pocos de mis antecesores se aventuraron hacia el extranjero. Bueno, yo iba a cambiar las normas. Empecé mi pontificado con fuerza. Infatigable recorrí todos los rincones. Me acerqué al pobre y le indiqué ciertas responsabilidades a los más afortunados. También traté de liberar al oprimido, aunque a veces, mucho no pude hacer. El amor de los demás me acompaño en mi trabajo, en mi oración y en el silencio. Aprendí tanto a callar como a profesar las palabras y freses oportunas a aquellos que la necesitaban. Fueron 26 años en los que me dediqué a maravillosas labores, donde pude ver los mejores aspectos del corazón del hombre. Tampoco olvidaré su maldad y sus actos de cobardía, los que más de alguna vez me enseñaron las peores vilezas inimaginables, pero agradezco todo. Tanto lo positivo como lo negativo porque pude entender más a mis hermanos. Mis queridos hermanos que ahora dejo con lágrimas en sus ojos.
Al final, tuve que partir. Me resistí bastante. No quería dejar a mi gente. No fue por vanidad, sino por el excesivo cariño que les tenía. Aunque mis manos temblaran, mi cuerpo se corrompiera o no pudiera hablar, seguí adelante, pero mi corazón, el que había amado con tanta fuerza, me decía al oído que era hora de emprender un nuevo recorrido. Entonces, en mis sueños y durante mi último aliento, me subí a un hermoso tren de plata. El maquinista era el arcángel Gabriel, quien me invitaba a viajar a un lugar muy bonito. Donde por fin podría ver a quien representé por tantos años aquí en la tierra. Ahora estoy tranquilo porque sé que muchos entendieron mi mensaje, pero a ellos les ordeno que no se queden sólo con mi recuerdo e imagen, sino que prediquen lo que les enseñé. No se queden en contemplaciones o pensamientos fugaces. Salgan a hacer cosas y si tienen dudas, no importa. Yo también las tuve y debo decir que varias vacilaciones se atravesaron por mi mente. Tangan clama. Alguien como yo esta en el cielo para guiarlos y susurrarles al oído palabras de cariño tanto en los momentos más oportunos como en los inoportunos. Pronto podrán visitarme. Pero, ¡ojo! No den la espalda a mi sucesor porque a esté también le temblaran las piernas como a mí me pasó en una noche de 1978. ¿Cuántos milagros se revelaran durante el próximo papado? Yo tengo fe que muchos.