miércoles, marzo 30, 2005

El Espejo


Andrés Echaurren había descendido al infierno. El camino hacia aquel lugar no le había incomodado. Fue un viaje rápido, directo y sin desviaciones a través de un tobogán de luces, cuya luminiscencia se asemejaba a los anuncios de neón de cualquier cabaret del centro de Santiago. Sin embargo, el cuerpo de nuestro viajero no estaba del todo bien. Andrés se sentía un poco mareado y algo ausente, aspecto que trataba de comprender mediante las leyes físicas que alguna vez había oído durante las pocas veces que no se quedó dormido en clases. Después de un rato, asumió que la gravedad no era parte del “reino de las almas en pena”. Además, especulaba, que el infierno debía ser lo opuesto a todo, o sea, un enredo generalizado que acechaba hasta los sentidos del ser humano más sagaz e intrépido.
Dos pájaros negros surcaban el grisáceo cielo. Eran unas criaturas abominables, las que parecían haber sido el resultado de un cruce entre un desarraigado pelícano y un escuálido cóndor. Andrés temió que cayeran sobre él algunas flemas de fuego que salían a borbotones desde sus narices, pero le asustaba más mirar directamente hacia los ojos de los pajarracos, los que eran semejantes al rojo carmesí de una rosa. Luego de unos minutos, los plumíferos extendieron sus alas hacia un castillo en una montaña, la que se empinaba sobre una isla rodeada de cenizas. Según Echaurren, las aves indicaban el camino a seguir. Los misteriosos parajes le estaban dando la bienvenida. No obstante, ésta distaba de ser agradable, ya que requería un desafío no apto para cualquier visitante en tierras tan inhóspitas.
El camino fue arduo. Andrés escaló por senderos, ensució su cuerpo totalmente de cenizas y sus extremidades comenzaron a sangrar a causa del enmarañado trayecto, el que tenía piedras y algunos interminables abismos. Tenía sed y frío. Esto último era contrario a los mitos que describían al infierno como un lugar caluroso. En cierto momento, nuestro visitante lamentó haberse atrevido a viajar tan lejos. Todavía no entendía la finalidad de su aventura. A pesar de estas dudas, decidió reanudar la marcha, ya que no quedaba mucho trecho por recorrer. Además, dentro de su alma y en forma muy arraigada, descubrió una sed incansable por respuestas, las que sólo podían encontrarse en aquel castillo de piedra que lo observaba pavoroso desde su trono.
Luego de haber sorteado difíciles obstáculos, Andrés estaba cada vez más cerca de la meta. Uno, dos, tres, cuatro hasta veinte pasos más eran necesarios para llegar a una puerta negra con incrustaciones de diamantes y zafiros. Adentro de la edificación, el panorama era más auspicioso. Pisos de oro, muebles de marfil y candelabros de plata dieron la bienvenida al viajero. Andrés no lo podía creer. Constantemente se rascaba su incrédula cabeza. Sin embargo, sus sentidos no lo engañaban. La opulencia que veían sus ojos era verdadera. De repente, se sintió mejor, sobre todo al descubrir una mesa cubierta de manjares. Los platillos y brebajes más deliciosos que pudiese probar el hombre estaban ante los ojos hambrientos de Andrés, quien comenzó a tragar sin preocupaciones el sobrecogedor festín.
Después de haberse hartado de tanta comilona, Andrés observó, detrás de una cortina, un espejo. Con su mano izquierda tiró del telón y con un pequeño plumero, que se encontraba sobre una silla recubierta de bronce, sacudió el vidrio. Lo que miró fue espeluznante. Nunca nadie en su vida lo había preparado o advertido ante una verdad tan aberrante. Andrés se vio a sí mismo, pero a su verdadero yo. Su reflejo, semejante al Dorian Gray de Oscar Wilde, era una ser desagradable, infame y de cuerpo corrupto. Toda la belleza que alguna vez había mostrado su rostro se desvaneció. El espejo mostraba los siete pecados capitales. La gula, la ira, la pereza y otros eran la esencia de Andrés, y nada podía hacer para remediar tal descubrimiento. Sus ojos se contagiaron de la locura y la tristeza. Así, nuestro viajero comprendió que la finalidad de su viaje estaba tanto en la revelación de su orgullo como en sus faltas morales como ser humano. El castillo lo puso a prueba, ya que la belleza de sus decorados y la bastedad de su banquete representaban la tentación, en definitiva, la dejadez por la cual tantos seres humanos pierden la cabeza a diario.
Algunas lágrimas atravesaron las mejillas del rostro de Andrés Echaurren, a la vez que su cuerpo se apartó del piso y se encaminó nuevamente hacia el tobogán de luces. Volvía al mundo de los vivos. Ahora, tenía una nueva oportunidad de enmendar su alma, pero con el agrio recuerdo del espejo, el que lo iba a perseguir implacable por el resto de su vida.